miércoles, 30 de enero de 2013

Antón Chéjov (1860-1905)

Antón Chéjov, cuentista de lo cotidiano

Juan Carlos Suárez Revollar
Nacido un 17 de enero, Antón Chéjov (Rusia, 1860-1905) estableció una forma de narrar que iba a marcar al cuento del siglo XX. 

Aunque ya se le conocía tímidamente en Europa occidental, fue a partir de la publicación de una selección y traducción de su obra al inglés —por Constance Garnett, entre 1916 y 1922— que Antón Chéjov cobró notoriedad y, más tarde, su prestigio creció hasta el del cuentista clásico de la actualidad.
Para Rubén Salazar Mallén no fue su narrativa breve la que dio «renombre y éxito a Chéjov en vida, sino las obras de teatro. Tanto es así que el Teatro del Arte de Moscú fue construido especialmente para que en él se le representara».
Igual que el francés Guy de Maupassant, Chéjov escribía relatos breves destinados a ser publicados en diarios. Lo hacía con una rapidez sorprendente, que podía superar los dos por semana. William Somerset Maugham relata que inicialmente —lidiando con sus estudios para obtener el diploma de Medicina— hacía relatos humorísticos para el diario Fragmentos, y poco después, otros más serios y extensos para la Gaceta de Petersburgo. Así, «entre 1880 y 1885, Chéjov escribió más de trescientos cuentos».
Autor de magníficos relatos como «La dama del perrito», «Vanka» o «La tristeza», y de piezas teatrales como La gaviota, El jardín de los cerezos o Las tres hermanas, la muerte y la desolación son una presencia constante en muchas de sus historias. La concisión era una de sus preocupaciones centrales, pues estaba convencido de que todos los elementos del cuento deben cumplir una función, y lo demás debía desecharse sin miramientos.
Salazar Mallén agrega que «en el proceso de la creación, Chéjov insertaba elementos en apariencia insignificantes, aunque en realidad henchidos de importancia, que dan su justa dimensión y profundidad al relato». Efectivamente, sus cuentos construyen una atmósfera que, al final del relato —y sin las trampas o trucos propios de los finales sorpresivos—, dejan patente un efecto muy sólido. Por eso, además de ser memorables, permiten múltiples lecturas. Pero hay algo más: no le interesaba abordar grandes aventuras como tema, sino más bien lo cotidiano, lo usual, lo ordinario. «La gente va a la oficina, se pelea con su esposa y come sopa de repollo», explicaba.
Su influencia en la nueva narrativa es mayor de lo que cabe pensar. Cuentistas de la talla de Katherine Mansfield o Eudora Welty lo tenían como modelo, y se halla a menudo en los cuentos de Ernest Hemingway o Raymond Carver una línea estilística —y aún temática— afín a la de Chéjov. Aunque en América Latina da la impresión de que predominan los cuentos de final sorpresivo a la usanza de O. Henry, muchos de los más bellos relatos de esta parte del mundo deben a Chéjov su forma simple y pulcra de retratar lo cotidiano.

lunes, 7 de enero de 2013

Honoré de Balzac (Tours, 1799 - París, 1850)


Nuestro propio Honoré de Balzac

Juan Carlos Suárez Revollar
Honoré de Balzac (Tours, 1799 - París, 1850).
Todavía lo recuerdo: tenía dieciséis años y las ansias adolescentes de saberlo todo. Leía muchas novelas, incluso aquellas malas que me hacían bostezar. Ahí estaba: era un volumen viejísimo, cuya portada había sido reemplazada por una cartulina amarilla sobre la que llevaba escritas, con plumón azulino, las palabras Papá Goriot (un ejemplar de la Colección Austral en la buena traducción de Joaquín de Zuazagoitia). Su lectura me conmovió más que cualquier otra novela hasta entonces. Un personaje en particular, Eugene de Rastignac, antihéroe genuino, ambicioso y trepador, cuyos contradictorios sentimientos lo decidían a enfrentar de tú a tú a París, me impactó tanto que cuando me topé de nuevo con él en La piel de zapa y más tarde en el breve díptico Estudio de mujer, sentí que saludaba a un viejo conocido. Creé un pasatiempo: marcar todas sus apariciones en La comedia humana (al que renuncié, pues esa maniática búsqueda resultaba inútil, pero primordialmente porque me estaba estropeando el sencillo placer de la lectura). No creo haber tropezado con él más que en cuatro o cinco novelas. Después supe que aparece al menos en catorce, varias de las cuales devoré sin identificarlo: se me había escabullido. Lo mismo ocurrió con el afable Horace Bianchon, cuyo altruismo alguna vez quise, ingenuo yo, imitar. Se trata de uno de los personajes más decentes moralmente de toda La comedia humana, al que encontramos en veintitrés de sus noventa y un historias (quizá en más: nunca terminé de leerlas todas).
Me prometí aprender francés para leer a Balzac en su idioma —promesa que ojalá, mal que mal, cumpla algún día—, y también conseguir todos sus libros (los adquiría así ya los hubiese leído). Conté hace poco, risueño de mí mismo, decenas de títulos repetidos, en diferentes ediciones y traducciones, que acabaron apilados en mi biblioteca.
No me impresionó tanto Eugenia Grandet como sí ocurrió con La mujer de treinta años: una suerte de mosaico de textos disímiles unidos por un oscuro lazo para formar una novela, en cuya imperfección y escritura fragmentaria creo advertir un halo de grandeza. Me divierte no haber hallado —o acaso se me pasó por la exaltación durante la lectura— un momento de la vida de la protagonista en que tuviera los exactos treinta años del título. Para Rafael Cansinos Assens se refiere más bien a «esa edad crítica en que la mujer tiene un pasado a veces inolvidable» que «le ha creado un alma compleja y resabiada». Mucho más me entusiasmó Un episodio bajo el terror, brevísima novela, casi un cuento, cuyo final en medio de las persecuciones posteriores a la Revolución Francesa deja un sinsabor difícil de tragar que, posiblemente sin proponérselo, siembra en el lector ese pavor, ese repudio por los gobiernos tiránicos.
Hay en cada historia de La comedia humana una aureola de genialidad, que se comparte entre las más ambiciosas: Las ilusiones perdidas, Los parientes pobres o Historia de los trece, y las otras de alcance más modesto: El coronel Chabert, El elixir de larga vida o Una pasión en el desierto. Su valía reside en el monumental todo que sus pequeñas unidades conforman. Pero también, a que el alma humana es sondeada con la profundidad que solo conseguiría un escritor decidido a cumplir un papel análogo al del Creador.
El plan de La comedia humana contemplaba retratar a la Francia de su tiempo en sus diversos niveles y estratos. Sus clasificaciones comprenden desde las escenas de la vida privada, parisina y provinciana, hasta las de la vida política, militar y campesina, además de los estudios filosóficos y los analíticos. Aunque cada novela se circunscribe a alguna de estas categorías, hay tal cruce de historias, contextos y personajes, que su sumatoria concluye con una imagen integral de la sociedad, sea esta pasada o presente, occidental u oriental.
El talento de Balzac no se limitó a la invención de inolvidables historias y personajes que ganaban complejidad a lo largo de La comedia humana. Había en él una predisposición, una extraña tendencia fabuladora por reinventarlo todo, incluso su propia existencia. Vivió en medio de deudas a causa de sus gigantescos proyectos, siempre fallidos o, en el caso de la literatura, inconclusos debido a su repentina muerte (a La comedia humana le faltaron más de treinta títulos. Tampoco terminó los Cuentos donosos, de los que solo escribió las tres primeras Decenas y algunos cuentos sueltos de las otras siete). Las farsas rocambolescas —aunque inofensivas— que siempre contaba sobre sí a sus conocidos eran una suerte de prolongación de la ficción que era su mundo. Quizás la mitomanía solo se reserva para los escritores de genio. Los demás tendrían que abstenerse para evitar el ridículo.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo, el sábado 5 de enero de 2013