martes, 22 de mayo de 2012

Carlos Fuentes: el ajuste de cuentas con la historia


Carlos Fuentes: el ajuste de cuentas con la historia

Juan Carlos Suárez Revollar

Carlos Fuentes ha muerto. Su obra prolífica, comprometida y genial, lo colocó a la vanguardia del boom de la literatura latinoamericana.

Carlos Fuentes (11 de noviembre de 1928 - 15 de mayo de 2012).
Carlos Fuentes es aquel joven provocador que, igual que los entonces cuasidesconocidos Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, escribiría según sus propios cánones, a contracorriente de la literatura de su país. Lideraron así, los tres, la revolución de los cincuenta y sesenta que fue el boom, y que hizo de la literatura latinoamericana —esa patria grande, tan semejante entre nación y nación— la mejor del mundo durante esos años.
Desde La región más transparente se vislumbra aquel estilo suyo, inconfundible, de despachar de un plumazo años y décadas enteras. La historia de su país: un México en formación, lleno de conflictos, luchas, muertes, disputas por el poder, aplastan al individuo y le quitan la libertad de elegir su destino. Sus personajes están, por ello, obligados a adaptarse y a padecer esa condenación que es la busca de la supervivencia en una sociedad echada abajo incesantemente.
Carlos Fuentes cimentó su obra en la historia política de su país. Por ello es tan habitual ver en él rastros de un revisionismo frío, feroz, que despelleja por igual a sinvergüenzas y farsantes, a cobardes y víctimas, a políticos y patrones, a débiles y hambrientos.
Su obra recoge las técnicas introducidas y desarrolladas por James Joyce, John Dos Passos y William Faulkner, pero atenuadas por un estilo muy personal, que hace de la lectura una experiencia amena y vitalizante, al mismo tiempo que pesimista y dolorosa. Cuánta diferencia hay entre los monólogos interiores de La muerte de Artemio Cruz y los pensamientos caóticos de Leopold Bloom, en Ulises; los primeros encantadores y sugestivos, los segundos descorazonadores por su dificultad. Pero ambos libros tienen en común aquella genialidad de las grandes novelas.
Para Carlos Fuentes el pasado era tan o más importante que el presente, pues este se deriva de aquel. Por eso la totalización del tiempo es una constante en sus libros. Y aunque el simbolismo de la cultura mexicana —y también latinoamericana— cala en cada una de sus novelas, su obra es tan universal como las ficciones de Balzac o Cervantes, dos de sus referentes más importantes.
La fuerza de su pluma, esgrimida en Terra Nostra, reconvierte la historia en un enjambre de la desesperación, en que el orden cronológico es despedazado para erigir sobre él una nueva secuencia temporal, como en Cambio de piel.
Aunque uno de izquierdas y el otro de derechas, posiblemente Carlos Fuentes fue el escritor del boom más afín a Mario Vargas Llosa en cuanto a lucidez y a la apasionada defensa de su postura política. Uno de los grandes ejes de sus obras más ambiciosas es precisamente la política: la materia prima de La muerte de Artemio Cruz o Los años con Laura Díaz.
Destaca en Carlos Fuentes su prolijidad y la versatilidad de su pluma. Era capaz de mudar de estilo y de temática en cada uno de los muchos subgéneros que abordó, que van desde la novela histórica y política —a la que corresponde lo mejor de su obra— hasta la ciencia ficción y el horror, con la muy destacable Aura, una pequeña y desconcertante novela gótica. Sin contar, claro, las decenas de piezas teatrales y guiones originales y adaptados que escribió, que sirvieron para rodar algunos de los filmes más valiosos de la cinematografía mexicana.
Hay un sitial reservado para él en la historia de su país y Latinoamérica, y otro, tanto mayor, al lado de aquellos escritores que hicieron de la literatura un mundo de ilusiones listas para ser soñadas.

Publicado en Suplemento cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo, el 19 de mayo de 2012.

«Jane Eyre» y «Cumbres Borrascosas»


Una lectura: Jane Eyre y Cumbres Borrascosas

Juan Carlos Suárez Revollar

Es difícil no recordar Cumbres Borrascosas» (Emily Brontë) a la hora de leer Jane Eyre (Charlotte Brontë) —bastante menor es Agnes Grey (Anne Brontë), pese a sus evidentes méritos literarios. Las tres novelas se publicaron el mismo año: 1847—. Aunque de distinta naturaleza, los puntos en común parecen ser mayores que las diferencias, pero son también coincidencias superficiales. Esa leve influencia tendría su origen en la propia gestación, pues fueron escritas al mismo tiempo, y por ello es posible que las tres hermanas conocieran las historias de las otras dos estando su redacción en proceso.
Anne, Emily y Charlotte Brontë en una pintura de su hermano Patrick Branwell.
Acaso lo más saltante es ese ambiente lúgubre que se siente a lo largo de sus páginas, con ribetes góticos de encierro y represión hacia el protagonista. Heathcliff (de  Cumbres Borrascosas) y Jane Eyre están desamparados —y a su modo, también Agnes Grey—, y llegan, por circunstancias de la providencia, a un lugar que no les pertenece. Viven bajo la protección de unas gentes que los detestan porque, en un momento de su vida, han perdido al alma caritativa que los acogió, y por eso se convierten en parias en su propia casa, atormentados por quien debiera cumplir las funciones de su hermano: Hindley en Cumbres Borrascosas, John Reed en Jane Eyre. Pero a diferencia de los personajes de Faulkner, quienes viven resignados a su destino en ese Yoknapatawpha de ensueños, ellos enfrentan al mundo, y aunque no vencen, adaptan a ellos parte de él.
Si bien de fondo realista, el clima gótico —y hasta fantasmagórico— de ambas novelas es inconfundible, y puede por momentos salir airosa en escenas de típicas historias góticas o de fantasmas: el mejor ejemplo, el caótico ambiente de encierro de El castillo de Otranto, de Horace Walpole.
El dato escondido en Jane Eyre, como si se tratase de un buen policial, se sostiene hasta su resolución. Es a partir de entonces —después de que Jane huye de la casa Rochester— que la novela pierde fuerza, al igual que la protagonista: ya no es la muchacha resuelta, libertaria, que enfrenta a su opresor, la tía Reed, o Mr. Brocklehurst en el internado; sino una lánguida mujer que cede a la imposición de su primo St. John.
Eso no ocurre en Cumbres Borrascosas, que desde la propia inserción de varios narradores —la base de su estructura— y el diseño de personajes sólidos y tan tangibles como la gente de carne y hueso, jamás decae el hilo narrativo ni el ascenso dramático. La trama poderosísima —que tiene el aliento de una gran tragedia griega— salta entre pequeños pero cientos de hechos y ve pasar el tiempo de modo vertiginoso.
Leer ambas novelas como el anverso y el reverso de un díptico puede ser exagerado. La unidad de cada una es indiscutible. Solo las grandes creaciones son capaces de alcanzar vida propia y trascender al autor, al contexto, a la historia. Jane Eyre y Cumbres Borrascosas pertenecen a esa clase de ficciones.

Publicado en el suplemento cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo, el sábado 5 de mayo de 2012.