sábado, 23 de marzo de 2013

El gran teatro del mundo


Juan Carlos Suárez Revollar

La ficción ha tenido desde siempre una estrecha relación con la realidad y la vida, al ser una vía comunicante entre ambas y su mejor complemento. En este artículo, y a partir de lo que es el teatro, el autor reflexiona sobre su rol para la naturaleza humana.

En algún momento, los primeros hombres debieron buscar nuevas formas de entender aquello que les era incomprensible, inalcanzable. Tuvieron que conseguirlo a través de la fabulación, y desde entonces la ficción empezó a hacerse más necesaria para vivir. Es aquel el hechizo que mantiene a la literatura colmada de vigor: su capacidad de llenar con la fantasía los vacíos de la naturaleza humana, habitualmente tan rutinaria, chata, aburrida.
Ilustración de Gustave Doré que representa al Quijote,
máximo símbolo de la dualidad ficción-realidad.
No creo que haya mejor experiencia que cruzar la línea —a menudo difusa— que separa realidad y ficción. Pero mientras la lectura es la gran vía para transportarnos hacia otros mundos y otras gentes, para evocarlos y revivirlos, el teatro nos permite compartir sus historias en la plena realidad, contemplar a los personajes, hechos carne y hueso, en la aventura humana que es su corta existencia.
Los dramaturgos griegos lo comprendieron y reconstruyeron los lances de sus dioses y héroes —cuyas actitudes y sentimientos eran más bien terrenos—, y los hicieron tragedias: ¿no se nos antoja humano Prometeo a la espera de ser atormentado por traicionar a los suyos para proteger a los hombres? ¿Y no es divina Alcestis cuando acepta morir en lugar de su indigno marido? Siempre me he preguntado por las sensaciones que debieron experimentar los antiguos actores mientras interpretaban a sus divinidades. Y los actuales, ¿no deben igualmente encarnar una personalidad, una realidad completamente diferente de la suya? Y claro, deben mostrarse lo suficientemente convincentes para que más bien sea el espectador quien crea en ellos, en la ficción, que vuelve a ser más poderosa que la realidad.
El Gato con Botas, de Charles Perrault (Ilustración: Gustave Doré).
La tentación de traspasar esa línea del camino a la ficción mantendrá su constancia. ¿Dónde acaba la ficción y dónde la realidad? ¿Qué hace ficticio a un personaje aunque tenga una base objetiva? ¿Por qué son convincentes unos y otros no? La respuesta es bastante esquiva, pero puede que la más acertada tenga que ver con el talento del escritor, quien mientras escribe hace las veces del Creador, por su capacidad de decisión sobre el destino y la providencia, sobre la vida y la muerte. Eso y no otra cosa, es lo más fascinante de la literatura: nuevas vidas derivadas de otra más cotidiana, cuya única fortaleza es la experiencia y la imaginación del artista.
Pero el deseo, la pasión o el amor, sublimados por las ilusiones y los sueños, son solo una parte de lo que la representación dramática puede permitir. A mi juicio, el teatro rebasa la mera contemplación de una realidad fingida. En tanto dure su representación, se vuelve realidad real, no solo en la historia que relata, sino entre las fantasías del espectador.
Soñar permite convertirnos —a nosotros, como lectores o espectadores: simples mortales— en héroes literarios, en aquellos que como Hamlet, aman, luchan, desean, vengan, sufren o mueren. Puede que sentir aquellas emociones en la ficción no nos haga mejores personas, pero sí seres humanos más completos.
Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo, el 23 de marzo de 2013.

sábado, 2 de marzo de 2013

«Suburbios» / Julián Huanay (Sincos, Jauja, 1907 - Lima, 1969)


Esa literatura que quería cambiar el mundo

Juan Carlos Suárez Revollar

Edición de 2007 (Arteidea-Mundo Sur).
Convencido militante sindicalista, Julián Huanay hizo de su corta obra un manifiesto al servicio de los ideales de la izquierda. Al igual que su novela El Retoño (1950), el volumen de cuentos Suburbios (1968) pertenece a aquella literatura convertida en arma política. Por eso el efecto de cada relato sobre el lector está supeditado a la toma de conciencia acerca de las imperfecciones del sistema. La mayor parte del libro se escribió entre los cincuenta y sesenta, décadas de grandes acontecimientos sociales en el Perú —el fallido levantamiento de Luis de la Puente Uceda o la reforma agraria, por ejemplo—, y esboza en sus doce breves cuentos una sociedad principalmente urbana (o el campo con mirada citadina), donde se va gestando una revolución proletaria de futuro todavía incierto.
El riesgo de escribir historias con tanto peso ideológico es que este puede prevalecer sobre la anécdota (en ocasiones, casi absorberla). Esto ocurre con frecuencia en el libro, pero hay excepciones, como en «Maruja», en que ambos elementos se equilibran. Aunque su contenido político es acorde al de los demás relatos, se compenetra con el drama humano que retrata. El punto de vista de un personaje niño —igual que Juanito Rumi de El Retoño—, contribuye a atenuar el violento trasfondo del cuento.
«El negro Perico», por su parte, describe a los luchadores (sindicalistas o ideólogos). Su protagonista tiene breves apariciones en otras historias del libro como víctima del sistema, y toma en su adultez el rol de agente opositor, cuya muerte es parte de un proceso ya irreversible. El control social toma la forma de una cárcel, que pese a ello puede convertirse en escuela: en «El Peladito» o «Dos maestros».
Una constante es el desarrollo del contexto antes de comenzar la anécdota, habitualmente referida por un narrador-testigo. Incorpora además numerosas digresiones con situaciones o personajes que refuerzan el discurso, aunque esto es una debilidad, pues extiende el cuento innecesariamente, como en «Champi».
Los cuentos ambientados en zonas rurales —«Añoranza», «Alumbramiento» y «Yimurí»— aportan un contraste con el caos de la ciudad, pero sin olvidar su propia problemática. El primero en particular insinúa un armonioso subsistema comunal andino.
Suburbios no contiene, como en Émile Zola, ese sustrato que hace de una ficción la aventura humana que es la literatura. Limitarse a plasmar la miseria e iniquidad, sin preocuparse por hacer que la historia siga otros derroteros, restringe su alcance artístico y torna a los cuentos en meros discursos instructivo-ideológicos. Huanay lo explica en «Aída»: «denunciar en literatura o en lienzos que hay entre nosotros muchas injusticias, demasiada inhumanidad y egoísmo, creo es deber de toda persona con un poco de sensibilidad».
Pero sus verdaderos defectos están en la técnica: graves errores en el punto de vista, omnisciencia del narrador-personaje (quien no podría conocer todo lo que cuenta), retratos estereotípicos porque el autor toma partido, o diálogos en exceso artificiales.
El libro se aproxima más al Nikolái Ostrovski de Así se templó el acero que al Mijaíl Shólojov de Lucharon por la patria, es decir, a una literatura militante bastante envejecida. ¿Tiene entonces objeto leer Suburbios en la actualidad? Definitivamente sí. Es claro que aborda una época en que hombres generosos e idealistas daban la vida para cambiar la sociedad y construir un mundo mejor. ¿No está llena la literatura de ese inconformismo que busca hacer de las utopías una realidad?
Julián Huanay.
Julián Huanay Raymundo
Nacido en Sincos (Jauja) el 29 de enero de 1907, pasó su infancia en el valle del Mantaro, de donde partió hacia Lima tras la muerte de su madre. Se desempeñó allí en diversas labores: desde ayudante de albañil y mecánico hasta taxista y obrero. Publicó la novela El Retoño en 1950 y el volumen de cuentos Suburbios en 1968. Por sus actividades sindicales y políticas fue recluido en El Sexto entre 1951 y 1954. Una década más tarde El Retoño se tradujo al ruso. Falleció el 20 de setiembre de 1969 en el Hospital Obrero de Lima.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo, el 2 de marzo de 2013.