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lunes, 6 de mayo de 2013

“Brunella” / Ernesto Ramos Berrospi (Huancayo, 1955)


Desamores de un alma solitaria

Juan Carlos Suárez Revollar
Lo más interesante de Ernesto Ramos Berrospi es su intento de completar ambiciosos frescos sociales, que van desde el retrato de la violencia política en “Ilusiones perdidas” (1998), la épica andina en “Un inolvidable pueblo” (2002) o el tortuoso proceso político de “Intolerancia” (2004).
La novela breve “Brunella” (2007) está contextualizada en Huancayo y sus alrededores. Relata los amores frustrados de Francisco, un adinerado profesor universitario con marcada preferencia por jovencitas manipuladoras y necesitadas de un salvador. Como ya había hecho en “Cuentos amargos” (1990), Ramos Berrospi usa un tono agrio, como de disgusto con la vida, para la narración que hace su protagonista. No es casual que la novela sea así, pues se trata de una ampliación del cuento “Aurelia”, que abre su volumen de relatos.
El arranque de la historia —desde el final— permite mostrar a un personaje que, luego de haber vivido y amado intensamente, está enfermo y, para empeorar las cosas, arrastra un pasado que la presencia del hijo le recuerda incesantemente. Nos encontramos con un personaje afín al Humbert Humbert de “Lolita”: un académico en literatura de largo historial amoroso, quien cuenta hechos que marcaron su vida cuando él mismo ya está acabado. Sirve para ese efecto en “Brunella” la figura del mayordomo, cuya función es ser un oyente poco menos que pasivo. Pero el verdadero narrador es el hijo, quien más bien reproduce, palabra a palabra, lo que su padre relata.
Esta forma de contar los hechos —a través de largos diálogos— permite a Ramos Berrospi la incorporación de formas conversacionales y aun coloquiales en el texto, que contrastan con la formalidad decimonónica predominante (que se supone es el lenguaje habitual del académico que es Francisco). La narración está colmada de adjetivación y verdadero afán enciclopédico en la mención de títulos de libros y películas, así como de enormes reproducciones de canciones o poemas, que pueden llegar a agotar y hasta a exasperar al lector. Es la razón por la que, pese a la brevedad de la novela, se nos antoja todavía demasiado extensa.
La magia de la literatura consiste en la libertad del narrador para inventar una ficción. Excederse en ello nos pone en riesgo de restar credibilidad a algunas situaciones y personajes. “Brunella” se debate entre ambos extremos. Puede que ahí radique su verdadero valor.

Ernesto Ramos Berrospi
Nacido en Huancayo en 1955, se graduó en Literatura en San Marcos. Sus libros son lecturas habituales en los programas escolares de Junín. Destacan “Cuentos amargos” (1990), así como las novelas “Ilusiones perdidas” (1998), “Un inolvidable pueblo” (2002) o “Intolerancia” (2004). También incursionó en la dramaturgia con “Otra vez, Andrés” (1994). Actualmente es docente en el Instituto de Educación Santiago Antúnez de Mayolo.

lunes, 1 de octubre de 2012

«El diablo en la ideología del mundo andino», de Isabel Córdova Rosas

¡Diablos en la literatura oral andina!

Juan Carlos Suárez Revollar

La literatura oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía utilizarse como una potente herramienta de control social.
Esa es una de las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su ensayo El diablo en la ideología del mundo andino. Pero la afirmación más relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.
Debido al limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes, había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.
El mundo de los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales; y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes de la inserción de la cultura europea.
La primera identificación formal del término diablo —o supay— en quechua fue en 1608 por el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente, entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».
Isabel Córdova Rosas.
El momento de la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la mentalidad animista y supersticiosa del aborigen  para inculcar, dentro de sí, una serie de mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir, acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».
Córdova Rosas ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas. Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula por otro.
El ensayo de Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo, el sábado 29 de setiembre de 2012.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Gerardo Garcíarosales, «Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios»

Simbolismo y cosmogonía andina*
Juan Carlos Suárez Revollar
La primera vez que leí a Herman Melville comprendí que la literatura admite, a partir de su génesis, multitud de significados. El uso de los símbolos permite al autor dotar a su obra de esa ambigüedad que, a flor de piel en su escritura, está lista para que cada lector, desde su propia individualidad —un mundo personal y privado—, pueda interiorizar las dos, tres, acaso decenas, cientos o miles de interpretaciones, todas válidas, y todas acordes con su respectivo lector.
Menciono a Melville porque durante su lectura experimenté una serie de emociones que ahora, transformadas por el tiempo y, seguramente, por esa extraña lógica que la adultez nos da, he vuelto a sentir con la lectura de Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios (Zeit Editores, 2010). Pero lo que en Melville es un agente destructor, escurridizo y lejano, «el inalcanzable fantasma de la existencia humana», como este definió a Moby Dick, la enigmática ballena blanca —a la que conviene dejar pasar de lejos, bajo riesgo, de lo contrario, de dejar la vida—; en Gerardo Garcíarosales (Jauja, 1944) es más bien la cosmogonía andina vista desde una óptica diluida en un mundo onírico, o aun metafísico. El misticismo que se respira a través de sus páginas ha escamoteado el significado real que el autor ha concebido, y se ha tornado en una irrealidad lista para ser confrontada por el lector desde sus propias creencias y, claro, desde su propia percepción.
Eso mismo trasunta el poema «Espejo para ciegos imaginarios», continente de versos oscuros que, pese a ello, busca aclarar aquello que el autor, intencionalmente, ha callado, porque de por sí ya ha dicho, y mucho: «El espejo para ciegos imaginarios donde se reflejan nuestras veleidades / cambió el orden de aquellas defectuosas demarcaciones […] / La inadvertida presencia de la razón empezó su lenta consagración».
La poética de Garcíarosales refiere también, como ocurre en el poema «Menudas medusas en la espesura del vacío», el atosigamiento que el vacío, gigantesco e incomprensible, cubre todo espacio posible e impide la concepción de la escurridiza realidad, tornada en mundo subjetivo: «Detengo mis pasos y veo al soñador que se disolvió sorpresivamente. / Calculo la ruta de sus alas y sus ojos llenos de vientos minerales / dejan para nuestra contemplación cinco metros de realidad / y nos divertimos como menudas medusas en la espesura del vacío».
Gerardo Garcíarosales (Jauja, 1944). Foto: Jorge Jaime
El mundo andino es vuelto a comprender, ya aceptado como un espacio, como «el espacio», en que los mitos y el misticismo han absorbido la realidad, y es a través de ellos la única forma de entenderlo.
Carlos L. Orihuela escribió que en este libro el autor «se ha desviado hacia el espejo personal, hacia la autocontemplación turbada y el desvelo introspectivo». Por eso mismo, y del modo regular para la naturaleza humana —pues el poeta es humano, a su pesar—, este teme al fin de la vida. Ejemplo de ello es «Extraviados mis irreverentes años»: la muerte, tan cercana y temida, se cierne inevitable, lista para consumir, de un solo zarpazo, hasta el último resquicio de la memoria, del recuerdo y el pasado. Pero ese pasado ha perdido sustancia, ya los años, largos y tediosos, se han reducido a apenas recuerdos.
Garcíarosales me dijo una vez que «un poeta se renueva constantemente, pues la creatividad no es un acto ocioso ni de bohemia intrascendente. El escritor va experimentando a cada instante entre el vivir constante de la existencia». Estoy convencido que no le falta razón, y Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios es la mejor prueba de ello. 

DATO:
Un libro fundamental de la obra de Gerardo Garcíarosales es Luna de agua, que ha sido publicado este mes por el sello Acerva Ediciones en una bonita edición corregida y aumentada. Forma parte de la colección Pasiones narrativas, que reúne lo mejor de la literatura de la Región Centro.


* Texto leído durante la presentación del libro, en mayo de 2011.

Publicado en suplemento cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo, el sábado 10 de diciembre de 2011.